Nacionalismo Catalán y Doctrina Social de la Iglesia

Intervención en el IX Seminario Nación y Nacionalismos, del Capítulo de Historia de AEDOS (Asociación para el Estudio de la Doctrina Social de la Iglesia), realizada en Madrid, 28/5/2005.

Los organizadores de este Seminario me han pedido que les exponga mi perspectiva sobre la cuestión de nación y nacionalismo en el caso catalán. La articularé en tres apartados, haciendo en primer lugar unas precisiones sobre lo que la Doctrina Social de la Iglesia (DSI) nos propone respecto al asunto, seguiré después con un análisis de las doctrinas del nacionalismo catalán contemporáneo, y terminaré intentando explicar por qué toda nación tiende actualmente a tener su propio Estado. Dejo para más tarde el análisis de cómo se podría plantear ante España y ante la UE la construcción de un Estado propio para Catalunya.

Precisiones doctrinales

La primera precisión que querría hacer dentro del ámbito de la DSI tiene que ver con la dificultad para delimitar el sujeto nacional. La doctrina está muy clara, hablando de los derechos de las naciones, pero siempre que no concretemos quién es el sujeto de esos derechos, porque ahí mismo empezará el desacuerdo. Todas las reticencias y desconfianzas que nacen al intentar aplicar a Catalunya la doctrina que la DSI aplica a las naciones vienen de que Catalunya no es considerada un sujeto nacional, una nación. Ni desde fuera ni, muchas veces, desde dentro.

Ese desacuerdo no nace, en mi opinión, de un problema político, ni doctrinal, ni histórico, ni tan siquiera ético. Nace de un problema metafísico, que es lo que tenemos cuando confundimos la parte con el todo. Y una confusión en el plano ontológico o del ser conduce a una confusión de categorías en el plano lógico, que desemboca in directo en el diálogo de sordos. Quien considera que Catalunya es solamente una parte de España le está negando que sea un todo, que sea un sujeto que pueda dialogar con España de igual a igual, y será por tanto incapaz de entenderse con quien piense que Catalunya es una nación como España. Esa falta de entendimiento hace también imposible el acuerdo, pues es imposible incluso saber si estás de acuerdo con alguien a quien no acabas de entender.

Ese problema metafísico es aún más grave porque su manifestación no suele ser racional, sino sentimental, y teñida de un fuerte apasionamiento. Esto se ve en la doble vara de medir que aplicamos a la cuestión: en general, lo nuestro es patriotismo, lo de ellos es nacionalismo. Así rusos con chechenos, serbios con croatas, españoles con franceses..., son chovinistas o patriotas en función de la posición del espectador. En cualquier caso, un problema lógico-metafísico no se puede resolver con buena voluntad, ni con diálogo, ni con consenso, sino con otro planteamiento, que es el que intentaré dar hoy.

La segunda precisión es que, si bien la DSI coloca el derecho de autodeterminación como el primer derecho de las naciones -equivalente al derecho a la vida para las personas individuales-, no determina cómo debe concretarse en la práctica el ejercicio de ese derecho ni el resultado de ese ejercicio. Para la DSI, una nación podría vivir su vida dentro de una gran variedad de estructuras jurídico-políticas: desde el estado nacional hasta el imperio, pasando por estados federales, confederales, autonómicos, plurinacionales, etc.; y a eso puede llegar mediante referéndums, mediante decisiones del Parlamento o de cualquier autoridad legítima, o incluso mediante una justa revolución (cumpliendo ciertas condiciones). Y lo importante no es tanto qué solución adopta, sino que la adopte en libertad, no por la imposición de otra nación.

Consecuencia de esto es que la DSI no tiene respuesta a la pregunta sobre cuál es la estructura político-administrativa más idónea para promover el bien común de una nación, o más bien nos dirá: depende, aunque tienes que tener en cuenta algunos criterios, particularmente que todo pueblo tiene derecho a la libertad[2]. La tradicional doctrina sobre la indiferencia de las formas de gobierno, que se ha aplicado en el pasado para admitir la forma republicana frente a la monárquica, o la democrática frente a la autoritaria, también resulta aplicable a este caso. Dios no ha querido revelar a los hombres cómo deben gobernarse a sí mismos, y por tanto nadie puede imponer desde la Fe una estructura de gobierno o de organización política determinada. Por tanto, tan útil para el Bien Común podría ser un Estado español totalmente centralizado, donde Catalunya quisiera ser una provincia renunciando a instituciones de gobierno propias, como un Estado catalán independiente del español y unido a él con los mismos lazos fraternales que a Portugal. Y noten que esto sólo es posible desde la perspectiva cristiana que nos ofrece la DSI, con su distinción entre Estado y nación, y más en concreto con su concepción de que el Estado está al servicio de la nación.

Luego analizaremos esto más despacio, pero me ha parecido importante remarcar esta libertad que tenemos los cristianos para promover con toda cordialidad tanto el separatismo como el centralismo, porque incluso desde ámbitos eclesiales se ha intentado recientemente limitar esta libertad.

El nacionalismo catalán

Les propongo a continuación analizar la doctrina del nacionalismo catalán encarnado por la coalición de gobierno de Convergència i Unió, y más específicamente por su anterior presidente Jordi Pujol, que ha sido también su principal ideólogo. Me parece ineludible prestarle atención, pues es la doctrina que ha inspirado el gobierno de nuestro pequeño país desde la dictadura hasta la última legislatura, y ha conseguido implantar unas categorías políticas que ya resultan ineludibles. Si en este momento se habla todavía del encaje de Catalunya dentro de España es debido esa doctrina, que a mi entender tiene tres componentes básicos:

a) concepción de España como estado plurinacional,

b) reivindicación de las áreas de soberanía compartida entre Catalunya y el Estado Español, y

c) relectura de la Constitución de 1978.

El tercer componente, la relectura de la Constitución, expresa la pretensión de que los dos primeros conceptos son plenamente constitucionales sin necesidad de reformar la Carta Magna, y no pienso que requiera ulterior explicación: es una llamada a la buena voluntad. Y también sigue un principio básico de economía política: consigue lo que pretendes con el mínimo de reformas.

La soberanía compartida ya es algo más difícil de entender, y hace referencia a la situación existente antes de la catástrofe de 1714 y lo que la siguió: una situación en la que Catalunya no era independiente, pero tenía muchos ámbitos de soberanía propios, basados en fueros y libertades. Les recuerdo que 1714 es una fecha clave para nosotros, y es una fecha catastrófica sin paliativos: final de la Guerra de Sucesión con derrota de los ejércitos que defendían los propios fueros, entronizamiento de los Borbones, decretos de Nueva Planta y uniformizadores, primeros programas de persecución de la lengua catalana, etc. Soberanía compartida venía entonces a ser algo así como: ni el Rey ni las Cortes de Castilla intervienen en el Principado para nada, porque aquí dentro la última palabra la tenemos nosotros; en lo que sea común con los otros Reinos de las Españas, de acuerdo. Es una soberanía que, a diferencia de la española o de cualquier otro país normal, expresa una simple sed de autogobierno.

Pero la clave del arco para el nacionalismo catalán contemporáneo es el concepto de estado plurinacional, en el que late implícita la diferencia entre Estado y Nación. En ese aspecto es plenamente compatible con la Doctrina Social de la Iglesia, aunque en el pujolismo bebe más bien del idealismo romántico que de esa fuente. Significa que un Estado puede albergar en su seno varias naciones.

El mejor exponente de Estado plurinacional se llamaba Imperio, y el ejemplo más presentable de cómo muchas naciones pueden vivir siglos en paz y armonía en el seno de un Estado plurinacional fue el Imperio Austro-húngaro. A imagen de éste, ya Prat de la Riba había expresado, a finales del XIX, su sueño de un Imperio Ibérico formado por Catalunya, Castilla y Portugal.

El problema principal es que los últimos imperios reales fueron liquidados en 1918, y el artificial que se creó de cero en esa época cayó con su muro, en 1989. De manera que, aunque la DSI nos ofrece un campo muy abierto a la hora de configurar la estructura jurídico-política de una nación, el panorama político contemporáneo nos aparece mucho más cerrado. Vivimos un tiempo político de supremacía absoluta del Estado-nación, por más que intente ocultarse, y eso es lo que intentaré explicar a continuación.

Un mundo de Estados

En primer lugar hay que constatar que en el siglo XXI ya no existen Estados plurinacionales. Toda la experiencia política del siglo XX es que los imperios no son sustituidos por otros imperios, sino que se disgregan en estados nacionales.

Cuando cayó el muro de Berlín, las naciones oprimidas por el imperialismo comunista se encaminaron resueltamente a conseguir cada una su propio Estado nacional. Podían haber pensado que juntas llegarían más lejos, que tenían una historia común, etc., pero prefirieron cada una seguir su camino. La ONU tuvo que reconocerlas en su seno y encargar una mesa más grande, también la UE lo ha hecho. Hubo voces nostálgicas que intentaron que la URSS no se descompusiera, y postularon la llamada CEI, Confederación de Estados Independientes: pero nadie las oyó. Y todas las repúblicas ex-soviéticas son hoy estados-nación libres e independientes, que viven en paz, salvo la Chechenia oprimida por Rusia.

Miren en qué ha quedado la antigua Yugoslavia: en una serie de estados independientes, que sólo padecieron la guerra cuando la locura nacionalista se desató, y que poco a poco van saliendo adelante. Chequia y Eslovaquia decidieron dividirse porque se sentían dos naciones, y las dos Alemanias decidieron unirse, porque se sentían una sola. En todas partes hemos visto que toda nación tiende a tener su Estado.

Bélgica es la excepción, pero se trata de un estado no plurinacional sino sólo binacional. Aparte de estar tremendamente contrapesado, está unido fundamentalmente por el recuerdo de un gran rey y por ser la sede de las instituciones europeas. Los partidarios de mantener la unidad del Estado belga harán bien en fortalecer esos dos nexos.

Frente a esta supremacía del Estado nacional, vemos que se echa mano del Estado plurinacional o autonómico en situaciones de excepción, o cuando no se ve otra manera de arreglar un conflicto: se postuló para resolver el conflicto Palestina – Israel, en la antigua Yugoslavia, entre griegos y turcos en Chipre... Dos cosas podemos deducir: que la aplicación de ese concepto nunca ha conseguido arreglar nada, y que no hay un sólo Estado normal que se presente a sí mismo como plurinacional.

Desde que en 1979 llegué a Catalunya estoy oyendo esa extraña teoría de que España es un estado plurinacional, y de que Catalunya es una nación sin estado. Al principio no lograba entenderlo, porque yo, como cualquier otro ciudadano no catalán y mal enterado de la DSI, siempre había identificado Nación y Estado; como por otra parte hacen la ONU y toda la UE. Es doloroso admitirlo, pero el Occidente civilizado parece haber hecho más caso a Hegel, con su tesis de que es el Estado quien origina la nación, que a Herder, y por supuesto a toda la DSI.

Quizá en la España y la Catalunya de los 80 todavía podía admitirse el concepto del estado plurinacional, precisamente porque estábamos en situación de excepción: saliendo de una dictadura, consolidando una democracia que había sufrido un intento de golpe de estado, con riesgo de involución o de que se rompiera la convivencia. Y porque no habíamos recibido aún las enseñanzas de la revolución de 1989. Pero me resulta inexplicable que en pleno siglo XXI desde Catalunya se siga proponiendo la plurinacionalidad, incluso desde el socialismo y los partidos de izquierda, que en todo caso han izado la bandera contraria, a lo largo de su historia.

En Catalunya también se nos ha querido vender que el estado autonómico era un avance hacia la plurinacionalidad, el mismo estado autonómico que en toda España se ha comprado como una simple descentralización administrativa. Es un buen ejemplo de cómo se puede dar gato por liebre a toda una generación: porque el estado autónomico lleva implícito el café para todos, y por su propia naturaleza no admite hechos diferenciales. Ha sido un engaño a las aspiraciones nacionales de Catalunya, y también un fraude conceptual: porque nacionalidades y regiones (que es lo mismo que naciones y provincias) no son realidades del mismo orden, siendo unas naturales y otras artificiales. Véase que su desarrollo ha sido de pura descentralización administrativa, y al menos en nuestro caso no ha servido para generar conciencia nacional sino más bien frustración provincial.

Mi tesis es que España no es diferente a cualquier otro país o nación o estado del mundo, y que por tanto no es un Estado plurinacional. Quizá lo fue en tiempo de los Austrias y del imperio español, pero al menos desde el siglo XIX, desde que el enfrentamiento entre liberales y tradicionalistas fue trabajosamente construyendo la España que conocemos, ya no lo es. Y no debería atentar contra su propia esencia intentando transformarse. Para resolver el problema vasco o catalán no hay por qué cambiar España, ni venir con distinciones entre Estado y nación, etc. Aragoneses, andaluces, cántabros, murcianos, tienen derecho a tener un Estado-nación, como todos los demás europeos: a sentir orgullo patrio, a emocionarse al cantar su himno, al izar su bandera, etc.

Vivimos en la era del Estado Nacional, por mucho que el proceso de construcción europea lo apantalle. Cualquier Unión Europea, tanto la que se está construyendo como la que podría construirse, será una confederación de Estados, no de pueblos ni de naciones. Si en 2005 tenemos algo claro, es que la soñada Europa de los pueblos está cada vez más lejos, con un borrador de Constitución que sólo considera los Estados como sujetos de derecho. También aquí la realidad política limita los horizontes que podría abrir la DSI.

Algunos idealistas argumentan que la construcción europea está borrando las fronteras estatales, y que por lo tanto abogar ahora por un estado nacional es ir contra la corriente del progreso histórico. Yo les respondería simplemente que mirasen al Estado nacional, ese artefacto político que ha sobrevivido a lo largo de quinientos años, transformándose desde los Estados absolutos hasta los democráticos, pasando por los liberales y los tradicionalistas, sobreviviendo a las revoluciones y a todos los cambios sociales y tecnológicos. Y nada hace pensar que ese artefacto no tenga cuerda para cientos de años más. La construcción europea la están haciendo los Estados, y a su medida. Y la única manera que tiene un país para ser reconocido en el siglo XXI es tener estatuto político de Estado: un color diferente en los mapas, un escaño en la ONU, un lugar propio en la UE.

Mi conclusión es que el Estado propio es el instrumento más adecuado hoy en día para configurar políticamente la nación, igual que el matrimonio es el instrumento más adecuado para configurar civilmente la familia. Permítanme trazar ese paralelismo: de la misma manera que hay otras formas de convivencia diferentes del matrimonio, para cuando la solución no es perfecta, también pueden experimentarse formas diferentes de constitución nacional, cuando no queda más remedio. Pero igual que toda forma de convivencia de pareja estable tiende al matrimonio, toda forma de constitución nacional tiende al Estado.

En otras culturas hay otras formas de configurar civilmente la familia: por ejemplo la tribu, basada en un modelo patriarcal más que matrimonial. Quizá el modelo matrimonial se ha impuesto en Occidente por su mayor adecuación a la igual dignidad de hombre y mujer, frente al patriarcal o tribal que lo pone en la filiación y transmisión de herencia. Quizá por la misma razón el Estado Nacional es más acorde con las libertades que la organización feudal basada en relaciones de vasallaje, o que la organización imperial o plurinacional. En ese aspecto, que todo el Occidente civilizado esté configurándose como Estados nacionales es para mí un signo del progreso real de la libertad, íntimamente ligado a la herencia cristiana de nuestra civilización.

Pedro Júdez

28 mayo 2005



[1] “El derecho internacional se basa sobre el principio del igual respeto, por parte de los Estados, del derecho a la autodeterminación de cada pueblo y de su libre cooperación en vista del bien común superior de la humanidad. (...) La paz se funda no sólo en el respeto de los derechos del hombre, sino también en el de los derechos de los pueblos, particularmente el derecho a la independencia” (Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 157, Libreria Editrice Vaticana, 2005)